La educación no ha sido un objeto de investigación o reflexión central en la
obra de Jürgen Habermas, recientemente galardonado con el premio Príncipe de
Asturias en Ciencias Sociales. Aunque en ciertas ocasiones, como en el contexto
de las revueltas estudiantiles de los sesenta, sí ha abordado cuestiones
directamente educativas (como la democratización de la universidad) o
indirectamente relacionadas con ellas (como la politización de la ciencia),
Habermas no puede ser considerado, ciertamente, como un sociólogo o un filósofo
de la educación sensu stricto. No obstante, la gramática profunda de
su proyecto intelectual difícilmente puede entenderse si no es unida a la
renovación de esa vieja creencia ilustrada en el poder de la educación para
lograr una organización más racional de la sociedad. Ello se debe a que
ciencia, razón y democracia, tan indisolublemente unidas en su proyecto de
radicalización de la modernidad, lo están también en su visión de la educación.
Como es sabido, el modelo de racionalidad desarrollado por Habermas es el de
una racionalidad comunicativa, lo que hace que una sociedad racionalmente
organizada deba entenderse ante todo como una sociedad en la que las decisiones
políticas se adoptan a través de un diálogo libre de constricciones o, mejor
dicho, de un diálogo que no tiene más constricción que la de la razón. La
formación en los principios y recursos necesarios para hacer deseable y
ejecutable este tipo de diálogo "no distorsionado" constituiría, así,
la función básica de una educación racional y democrática. Una educación,
además, que, así entendida, no puede ser sino una educación científica, toda
vez que, para Habermas -y, en general, para toda la tradición de la Teoría
Crítica vinculada a la Escuela de Frankfurt-, el proceder verdaderamente
científico no debe quedar circunscrito a un interés meramente técnico o
instrumental, sino abrirse al interés por emancipar a la humanidad y vincular
el progreso técnico al progreso moral. De ahí que su preocupación por la salud
democrática de la educación superior entronque con las reflexiones de los
académicos románticos de principios del XIX que advirtieron sobre los riesgos
de una formación insensatamente especializada y sobre la destrucción de la alta
cultura (Kultur) a manos de la mercantilización, el utilitarismo y el
empiricismo (la "jaula de hierro del especialismo" de la que había
hablado Max Weber en la línea de un pesimismo cultural heredado y desarrollado
por Theodor Adorno, de quien Habermas fue ayudante en el inicio de su andadura
académica). Marcando distancias ante el aire antimoderno de esta tradición tan
alemana, lo que Habermas rechaza es un saber puramente técnico que se
desarrolle de forma ajena a la praxis, es decir, un conocimiento que progrese
sin atención alguna a las condiciones de una vida compartida, organizada según
criterios públicamente deliberados: la educación científica debe ser no sólo
técnica, sino también reflexiva, e incluir sus consecuencias prácticas en su
formación. En el fondo, no se trata de una exigencia extravagante, pues para
Habermas -y ésta es una idea afín al pragmatismo de la teoría de la educación
de Dewey- la discusión crítica y racional de alternativas es algo inherente a
la propia actitud científica. Ciencia y democracia comparten, así, un mismo
estilo de pensamiento, un mismo proceder de argumentación y deliberación de
opciones. La verdadera formación (Bildung) no puede ser ajena a la
excelencia comunicativa y a la deliberación de las consecuencias de la acción
técnica. Por eso es por lo que Habermas considera tan importante vincular a los
estudiantes con los procesos de investigación, pues de esta manera pueden
iniciarse en la relación crítica con una praxis profesional sensible al
contexto, a las alternativas y a sus consecuencias. Frente a las actitudes de
desánimo, relativismo e indiferencia que pueblan el clima característico de
esta crisis posmoderna por la que parece atravesar la educación en nuestros
días, y frente al oportunismo con que cierto neoliberalismo intenta traducirlas
en ejercicios privados de una ciudadanía reducida a mera clientela y en
superficiales concepciones de la calidad de la enseñanza, la prioridad otorgada
por Habermas a la ciudadanía dialogada y la democracia deliberativa se nos
presenta como una afirmación del valor de la educación política en su más
amplio sentido: el de la construcción de una política no sometida al imperativo
del ciego crecimiento ni al de la igualmente ciega regulación burocrática, sino
al de la discusión racional y libre. Sólo así puede la educación contribuir no
sólo a comprender el mundo, sino también a transformarlo.
La lectura me permite plantear la pregunta: ¿En qué sentido
la educación en Latinoamérica está en comunicación con la sociedad?
Terren, E. (2003). Habermas y la educación. Diarío El País. España
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